viernes, 23 de septiembre de 2011

MARIO MOLINA

PREMIO NOBEL DE QUÍMICA 1995


 

Nací en la Ciudad de México el 19 de marzo de 1943. Mis padres fueron Roberto Molina Pasquel y Leonor Henríquez de Molina. Mi padre fue un abogado; tenía un despacho particular, pero también era maestro en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). En sus últimos años representó a México como embajador en Etiopía, Australia y Filipinas.

En 1960 comencé los estudios de ingeniería química en la UNAM, toda vez que este camino, que ofrecía materias de matemáticas a las que no se tenía acceso en la carrera de química, era el más corto para llegar a ser un físico-químico.
Luego de terminar la carrera en México, decidí cursar los estudios de posgrado en físicoquímica. Esto no era fácil: si bien mi preparación en ingeniería química era buena, adolecía por el  lado de las matemáticas y la física, así como en diversas áreas de físico-química básica materias como mecánica cuántica eran totalmente ajenas a mí por aquel entonces. En un principio me trasladé a Alemania e ingresé a la Universidad de Friburgo. Luego de dedicar cerca de dos años a la investigación en cinética de polimerizaciones, caí en cuenta de que quería dedicar más tiempo al estudio de algunas materias básicas a fin de ampliar mis fundamentos y explorar otras
áreas de la investigación.
Mi trabajo de posgrado implicó el estudio de la distribución de la energía interna en los productos de reacciones químicas y fotoquímicas; los láseres químicos eran herramientas apropiadas para dichas investigaciones. En un principio yo tenía poca experiencia con las técnicas de experimentación que requería mi investigación, tales como el manejo de líneas de vacío, óptica infrarroja, instrumentación electrónica, etcétera. Mucho de esto lo aprendí de mi colega y amigo Francisco Tablas, que era entonces alumno de posdoctorado. Posteriormente gané la confianza necesaria para obtener resultados originales por mí mismo: mi primer logro consistió en explicar algunas propiedades de las señales de láser —que a primera vista aparentaban ser solamente ruido pero que pude explicar como “oscilaciones de relajación” predecibles a partir de las ecuaciones fundamentales de las emisiones láser.

Tres meses después de mi llegada a Irvine, Sherry y yo habíamos creado la “Teoría del agotamiento del ozono por los CFCs”. En un principio la investigación no parecía particularmente interesante: realicé una búsqueda sistemática de procesos que pudieran destruir los CFCs en la atmósfera baja, pero nada parecía afectarlos. Sabíamos, sin embargo, que terminarían por alcanzar una altitud lo suficientemente elevada para ser destruidos por la radiación solar. El punto no era qué los destruye sino, más importante, cuáles son las consecuencias. Advertimos que los átomos de cloro producidos por la descomposición de los CFCs destruyen por catálisis al ozono. Nos hicimos realmente conscientes de la seriedad del problema cuando comparamos las cantidades industriales de CFCs con las de óxidos de nitrógeno que controlan los niveles de ozono; Paul Crutzen había identificado el papel de estos catalizadores de origen natural unos cuantos años antes. Nos alarmaba la posibilidad de que la liberación continua de CFCs en la atmósfera pudiera causar una degradación significativa de la capa de ozono estratosférica de la Tierra. Sherry y yo decidimos intercambiar información con la comunidad de científicos atmosféricos.



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Mario Molina

“por su trabajo en química atmosférica,
y particularmente en lo concerniente a la
formación y la descomposición del ozono”

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